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Escribir desde la íntima exigencia con José Cereijo

Entrevista realizada por Diana Forte



Desde este rincón de Francia, donde los cielos grises acarician viejos tejados y el aroma del pan recién hecho se mezcla con el Spleen de la lluvia tu poesía se manifiesta como un recuerdo de otras tierras añoradas. Me pregunto —con un té tibio entre las manos— ¿qué significa para ti crear? ¿Desde qué silencios brota tu poesía? 


     Desde mi punto de vista, lo central en un poema es la emoción. Si un poema nos deja fríos, por más perfecto que pueda ser como invención verbal, es esencialmente un fracaso. Y escribir, según esto, sería tratar de fijar por escrito algo que resuena emocionalmente en nosotros, para darle, por un lado, la permanencia que ese impacto emocional, que tiende a ser fugaz, no tiene por sí mismo; conservando por otro lado la capacidad iluminadora que esa chispa fugaz tiene sin perderla ni desvirtuarla. La poesía, y el arte en general, son para mí en resumen, una vía de conocimiento a través de la emoción, del mismo modo que la ciencia lo es a través de la observación de los fenómenos que son mensurables, que pueden traducirse a números (de ahí la frase de Galileo según la cual «El libro de la Naturaleza está escrito en lenguaje matemático») o la filosofía a través de la especulación puramente teórica.


Siguiendo el hilo de tu voz escrita, me nace otra pregunta: ¿cómo empezó tu incursión en el mundo poético? Cuéntame, ¿cómo fue ese despertar, ese instante en el que la poesía dejó de ser ajena y comenzó a brotar desde ti como si siempre hubiera estado ahí, esperando?


     A mí, la lectura me fascinó desde niño (y lo sigue haciendo). A partir de ahí, es natural, y yo diría que casi inevitable, que en algún momento uno se plantee si no podría intentar escribir él mismo algo que tenga también, aunque sea muy lejanamente, esa misma capacidad de fascinación, y que a la vez nos ayude, de acuerdo con lo que decía antes, a esclarecer un poco el caos emocional que vivimos especialmente en la adolescencia, que suele ser, y no por casualidad, el momento en que se empieza a escribir. Así fue también en mi caso.


En este presente convulso y vertiginoso que compartimos me pregunto contigo: ¿cuál crees que es la función de la poesía en esta sociedad actual en la que vivimos? ¿Tiene aún un lugar entre tanto ruido, velocidad y desconexión? Me interesa saber cómo sientes tú la presencia —o la necesidad— de la poesía dentro del mundo contemporáneo.


    Pues esa misma iluminación a que me refería, y el recordatorio, especialmente necesario quizá en estos tiempos de inundación tecnológica, de que el conocimiento científico o técnico, tan útiles y necesarios como son, sin embargo no bastan. 


     Recuerdo por ejemplo a Severo Ochoa, con todo su saber científico, completamente deprimido tras la muerte de su mujer en 1986, de la que nunca se recuperó, y dedicando a su recuerdo emocionadas palabras. La ciencia, o la filosofía, no lo son todo; y no tenerlo en cuenta es, como poco, mutilarnos gravemente, cuando no ser víctimas de esas emociones con las que no hemos aprendido a convivir.


Para despedirnos —aunque las buenas conversaciones nunca terminan del todo— quisiera preguntarte: ¿qué consejos le darías a las personas que comienzan a leer poesía y a las voces jóvenes emergentes que sienten el llamado de la escritura? ¿Qué palabras te habría gustado escuchar al inicio del camino?


     Lo primero que habría que aclarar es si se trata de darles consejos sobre cómo pueden llegar a publicar e incluso a tener éxito, o sobre cómo pienso yo que pueden mejorar, en lo posible, la calidad de lo que escriben, o de su lectura. Respecto a lo primero, tengo muy poco que decir. Yo publiqué mi primer libro a los 36 años, edad más bien tardía para lo que es usual. Esto fue así, simplemente, porque, aunque yo también empecé a escribir en la adolescencia, no me convencían los resultados. Y lo que me importaba en primer lugar era eso: llegar a hacer algo, lo que fuese, que pudiera releer, una vez pasado el primer fervor de la creación, sin avergonzarme demasiado. Eso depende antes que nada de la capacidad autocrítica; en la práctica, de lo que te diga tu instinto, que como decía Auden no es una guía infalible (eso no existe), pero sí la menos falible de las guías. Es obvio que si lo que te importa antes que nada es, digamos así, triunfar, eso no sólo es inútil, sino perjudicial: es ponerte a ti mismo palos en las ruedas. Y además es incómodo: si esa exigencia siempre está ahí, nunca estarás cómodo con lo que haces, te parecerá siempre que el resultado es irremediablemente inferior a lo que ella te pide. La ventaja es que, mientras realmente la mantengas, nunca te dormirás ni te acomodarás. Al mismo tiempo, es necesario acostumbrarse a verla, a esa exigencia, como una meta, una referencia, pero no como una obligación inexorable en cada palabra que escribas, porque eso sólo puede llevarte al bloqueo, a ser incapaz de avanzar. ¿Seguridades respecto al éxito público? Haciendo eso, no las hay. Dice Kipling en su If, en frase que a Borges le gustaba recordar, que el éxito y el fracaso son dos impostores, y no tienen importancia; no es por ellos por lo que uno debe guiarse, sino por la exigencia íntima. Claro que, si lo que uno pretende ante todo es triunfar, tener éxito, lo que hay que hacer es lo contrario: desoír esa exigencia íntima, tratar de halagar el gusto de la mayoría, y huir del fracaso como de la peste, en lugar de considerarlo como lo que es, una advertencia útil y una enseñanza. Y, sobre todo, convertirse en vendedor, cuando no simplemente en bufón, del propio trabajo: que hablen de uno, aunque sea bien, como dicen que dijo Dalí. Todo esto, naturalmente, nada tiene que ver con la verdadera creación poética; ahí, se trata de otra cosa.


Poesía



Pájaro muerto


Velado por la muerte,

tu pequeño ojo oscuro me mira todavía,

con algo que no sé si es pregunta o respuesta

o está ya más allá de todo eso.

Has sido entre nosotros

un fugaz visitante:

tan leve que no hacías temblar una rama ligera,

tan leve que es difícil decir, una vez muerto, si has llegado a vivir.

Pero también tus ojos recogieron, no obstante, toda la luz del cielo;

también tu cuerpo breve se estremeció al placer, luchó con el dolor;

en tu pequeña mente floreció, océano de hondura ilimitada,

la gloria incomparable de estar vivo.

Y ahora ya no eres nada:

una pequeña flor de podredumbre,

una idea olvidada en la mente del mundo,

un mínimo despojo que pronto tirarán.

Dime, ¿qué puedo hacer para que no te mueras?

¿Imaginar que guardo cada pequeño rasgo de tu forma graciosa?

¿Suponerte dormido en las manos de un dios que velará tu sueño?

¿Pensar que mi emoción de ahora te rescata?

Una ligera brisa, pasando entre tus plumas, te acaricia en silencio:

no tendrás otro réquiem, pobre pájaro.

La vida ya no tiene nada más para darte: sólo sueño y olvido.

Duerme, tú que no sabes; tú, que ya no preguntas.



Último verso de Virgilio


La historia es conocida:

ya a punto de morir, pidió Virgilio

que le dieran su Eneida, para arrojarla al fuego.

Esas palabras son, a su manera,

como el último verso de Virgilio,

el más íntimo y fiel, el más amargo.

Quién sabe si el más bello.



Beatus Ille…


Feliz el que de pleitos alejado

deja pasar las horas

viendo cómo se van las nubes por el cielo.

Feliz aquél que sabe conformarse

con lo que dan los días,

leve, menor, oscuro y suficiente.

Feliz el que en la ausencia

también encuentra un mundo.

Feliz aquél que siente la vida como un sueño.

Feliz, si no envidiara a los que son reales,

a los que duermen juntos,

a los que saben, a los que se arriesgan.


Testamento


Este profundo azul del cielo en primavera,

el canto de los pájaros, el rumor de los sueños,

el amor de los libros, siempre correspondido,

el silencio del alba,

el de mi corazón, algunas veces,

las horas que hacen dulce, secreta la memoria:

es todo para ella.


Todo para la muerte, que me ha querido tanto.



Relato


El beso


¿Príncipe tú de un sapo? 

Luis Cernuda


Como todos los sapos, yo también conozco vagos rumores legendarios acerca de princesas que alguna vez han besado a alguno de nosotros, y la transformación consiguiente. Como todos también, me imagino, ninguna fe prestaba a la posibilidad de que tales leyendas tuviesen relación con el mundo real. Pero nuestra capacidad de comprensión es limitada (no creo, dicho sea de paso, que la de los humanos vaya mucho más lejos), de modo que siempre es prudente un cierto margen de reserva, de escepticismo; incluso respecto del propio escepticismo. 


     Esa ha sido desde siempre mi manera de pensar; así que no me sorprendí más de lo inevitable cuando una joven humana –una princesa, supongo– se acercó un día a nuestra charca y me tomó en sus manos, con la evidente intención de besarme. Desde mi punto de vista de sapo (poco competente, por tanto) era muy bella; si no se trataba realmente de una princesa, al menos hubiera merecido serlo. No puedo, en cambio, exagerar mi sorpresa cuando, después de haberme besado, la transformación tuvo realmente lugar. Ahora sí podía juzgar en la materia, y declaro que esa imagen –la más hermosa que yo haya podido ver nunca– no se ha borrado un solo instante de mi memoria, a pesar del tiempo transcurrido, ni lo hará sino con la muerte. 


     Pero ella, para mi asombro, estaba triste. Nunca dejó de estarlo. Nada de cuanto intenté para que la dicha que llenaba mi interior tomara realidad y la envolviese a ella tuvo ningún éxito. Todos los otros sapos –y quién no–, sin exclusión de las hembras, me envidiaban aquella celestial compañía; y, para mi tormento, ella pronto comenzó a gozar también de la de ellos. Infinidad de veces la vi rozándose, y aun besándose, con otros, y con otras. No puedo decir que viera otra cosa; pero la imaginación torturada no dejaba de representarme todo lo que mis ojos no alcanzaban a ver. Yo perdoné, consolé, comprendí, padecí calladamente: siempre en vano. Nunca tuve el alivio de la cólera, y eso no, o no sólo, por el amor que me había rendido para siempre, sino porque yo percibía, o adivinaba oscuramente, que su dolor era todavía más hondo que el mío, y más inconsolable. De alguna manera, yo sentía que, en aquellos contactos, no había lujuria, acaso ni vanidad siquiera, sino desesperación. Nunca aceptó aquella transformación que, sin embargo, había buscado. 


     Un día, uno de tantos, una cigüeña apareció en la charca. Todos corrieron a esconderse. Ella no; se quedó allí, impávida, desafiante; comprendí que quería morir. Corrí, enloquecido, no para salvarla –eso hubiera sido imposible– sino para morir en su lugar, o junto a ella. El crujido, el breve estallido de su cuerpo increíble en el pico de su verdugo, seguirán angustiando mis sueños, mientras me quede vida. Paralizado de horror, yo mismo estuve a punto de acompañarla en su destino; pero un espantoso amor por la existencia, o yo no sé qué especie de abominable cobardía, me hicieron dar un salto, en el último instante. 


     Todo el resto de mi existir no ha sido otra cosa que su ausencia. ¿Por qué no se quedó allá, entre los humanos; por qué no supo aceptar el milagro? Inútiles preguntas que no tienen respuesta, o que no tienen otra respuesta que mi propia vida destrozada, atravesada de horror pero también de maravilla, ambos igualmente imborrables.


José Cereijo


Foto: Irene Rus
Foto: Irene Rus

Semblanza


José Cereijo nació en Redondela (Pontevedra), en 1957. Desde 1968 vive en Madrid. Ha publicado hasta la fecha seis libros de poesía: Límites, Las trampas del tiempo, La amistad silenciosa de la luna, haikus, Música para sueños, Los dones del otoño y La luz pensativa, y un libro de relatos, Apariencias. Ha sido incluido en diversas antologías, y es a su vez autor de antologías de la poesía de Leopoldo Panero, Javier Lostalé, Mario Míguez y Pedro López Lara. En 2017 se publicó una de sus propios poemas, y en 2018 una selección de artículos. Otra de sus reseñas de libros, titulada Lecturas de riesgo, ha aparecido en 2024.


     Ha publicado asimismo traducciones de las Odas, de Keats (2016); y, en colaboración con María Taibo, una selección de poemas de Emily Dickinson, Carta al mundo (2016). Se pueden encontrar muestras de su trabajo en distintas lenguas. Desde 2017 es miembro de la Academia de Juglares de Fontiveros.




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